El cine, como todas las artes, se redescubre periódicamente, generar siempre rupturas sólo es posible con la excepción. Estas excepciones son en sí mismas actos políticos en tanto se distancian de una tradición, violentan un status quo y se reconocen como principio y fin.
LO REAL
La pretensión de realismo, en tanto atributo donde se fundamenta el impulso de verosimilitud que persigue todo realizador, siempre fue y continúa siendo el motor de la creación cinematográfica. Esta obsesión de realismo puede otorgar a la obra verdad y validez, ambas cualidades inherentes a cualquier forma discursiva que pretenda aprehender lo real.
En este relato de aprehensión de lo real, el cine, como artefacto de sujeción del tiempo, se ha asociado con la memoria, puesto que permite congelar el tiempo (momificarlo, diría Bazin). De la misma manera, siendo registro se constituye en evidencia, en tanto elemento sígnico que permite confeccionar una realidad más amplia y a su vez, desde la noción de confección, se va hilando lo real con insumos de la realidad.
En esta confección es que el cine encuentra, como desde hace cien años, su primera ruptura ontológica entre el realismo y la ficción, ámbitos que buscaron validar su objeto desde la constitución de una realidad: la llegada del tren o un viaje a la luna.
Esta es la base epistémico, por decirlo de alguna manera, del cine que se conoce y reconoce como clásico. Para construir un discurso ficcional o no, el cine se sirvió de técnicas que podemos reducirlas al montaje, en tanto sutura entre las partes que construyen el discurso, el cual no debe develar la presencia de un artífice (es decir, presentarse como la evidencia de una realidad aislada en la pantalla), pero que evoca a elementos externos a ella. Es el montaje el que permite esculpir el tiempo en el cine, en tanto logra la continuidad y, al cortarla, la tan ansiada discontinuidad; similar es el tratamiento espacial, puesto que espacio a la vez se quiebra y se reconfigura al encuadrarlo, creando otro espacio que encierra tiempo.
Estos elementos (expuestos de manera exageradamente sucinta) serán violentados con los nuevos cines, aquellos movimientos posteriores a La Nouvelle Vague (Nueva Ola francesa), cuando tuvo su primera gran ruptura, no emanada de un elemento técnico como fue el sonoro o el color, sino de la forma y el fondo: una ruptura estética (la emergencia del cine moderno).
RUPTURA
Si la historia como relato descriptivo permite identificar en las obras líneas de fuga, influencias, apropiaciones y mutaciones, puede resumirse como la colección de esos hitos. Pero cuando se suceden transformaciones, ya sean referidas a la forma y al fondo, de manera violenta y enmarcadas en una sola obra o en un solo autor, se está ante una ruptura.
En À bout de souffle (Al final de la escapada, 1960) encontramos estos elementos. La opera prima de Godard transita entre el realismo y el más evidente artificio. Desde la mirada invasiva con cámaras livianas al espacio público, elemento fundamental de la Nueva Ola, registró lo real pero con la evidencia explicita de la manipulación.
Esta evidencia, prueba de la manipulación de un autor, se presenta a partir del montaje. Transgrediendo todo lo que los manuales clásicos de montaje sugieren, Godard corta dentro del plano, rompiendo todo artificio de continuidad espacial y temporal en la imagen y potenciando una postura ideológica respecto al montaje y la manipulación respecto a lo académico que supone hasta nuestros días, y que señala que el montaje más efectivo es aquel que no se ve, aquel en el que el espectador no percibe como una manipulación formal.
El montaje de Al final de la escapada sugiere que el cortar bloques es una forma vinculada con el pasado, con aquel cine que sólo busca imitar algo real y proporcionar un elemento distractivo en y sobre el espectador: para Godard el cine es una forma de escritura, una forma de resistencia y una forma de vida. Esta elección ética supuso que él denominase a su cine como una forma de reescritura crítica, reemplazando el cine por el papel para ejercer la crítica.
En esta elección no sólo ética sino estética, es que Godard se hace presente en la pantalla a partir del despliegue artificioso en el montaje y, especialmente, en la disolución del género. Al final de la escapada supone ser un thriller policial, sin embargo, el género se va desvaneciendo en tanto el registro es documental y lo principal, el suspense, decae.
Con la utilización de la forma de registro casi documental, filmando Paris, un viaje y la intimidad de una pareja, es que Al final de la escapada rompe con todo lo que le precede: imágenes de Paris, con un travelling en retroceso cámara en hombro interviniendo sobre la realidad, refrescando el cine, y el rechazo a establecer conversaciones cuyo fin sea el de brindar elementos claves al espectador para la resolución del conflicto y el permitirnos ver qué pasa en una habitación entre una pareja durante 23 minutos, donde en realidad no pasa aparentemente nada.
En esta apariencia vacua es que Godard –y el cine posterior que, al menos en la década del 60, es obligatoriamente post-godardiano– apuesta la evidencia del tiempo real, el nuevo estatus ontológico de la imagen fílmica y la unión de ficción y no ficción, molesta para muchos hasta el día de hoy, porque sus limites son ideológicos y no estrictamente formales.
Con la famosa escena de 23 minutos, el bloque principal de la película, el cine moderno cobra mayor forma, ya que el género desaparece. En esta escena, el drama y el suspenso se disuelven, permitiendonos comprender qué es lo que pasa en una habitación entre una pareja, sin suspenso, sin malabarismos ni giros narrativos, años antes de que Warhol descubriese -a él se le atribuye- el tiempo real.
En 1960, la tecnología ya permitía registrar sonido directo, por ello también es que el documental sale desde ese año a la calle, grabando audio e imagen simultáneamente. Sin embargo, Godard complejiza esta posibilidad, generando una sana y siempre necesaria discusión ética sobre el estatus del documental: ¿por qué las películas no son el documental de sí mismas? interroga Godard citando a Rossellini, o ¿cuál es la forma de registrar la vida en las calles de Paris, cuando estas son un artificio?
Además de esto, Al final de la escapada inaugura una década donde el cine empezó a pensar lo real, reflexionando el estatus ético de la mirada y repensando el género desde la tensión con el autor.
Estos elementos coadyuvan a la emergencia del cine moderno. Pero el signo más agresivo de Al final de la escapada se revela al final de la película, cuando Jean Seberg guía su mirada hacia la cámara, es decir, directamente hacia nosotros. Esta mirada interpela al espectador por muchos motivos, pero principalmente porque supone la ruptura del artificio obra-espectador.
Las huellas de Al final de la escapada se las encuentran en todas las cinematografías hasta el día de hoy. En la cinematografía española, el mejor ejemplo se encuentra en el epílogo de Yawar Mallku de Jorge Sanjinés.
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